lunes, 6 de julio de 2015

Gestión del riesgo y cultura preventiva

Editorial de La Revista Agraria N° 175, publicación del CEPES, 
que se distribuyó con el diario La República. 



 Escribe: Fernando Eguren, director de La Revista Agraria 


 Desde hace ya algún tiempo, la expresión gestión del riesgo ha sido incorporada al lenguaje común y en los documentos oficiales, para dar cuenta de las medidas preventivas que se deben adoptar para disminuir y, si es posible, neutralizar los impactos negativos de eventos climáticos extremos, como inundaciones, sequías, friajes y granizadas. No obstante, cabe preguntarnos cuán preventivas son realmente estas «medidas preventivas». 


 Esos eventos climáticos extremos nos acompañan desde siempre. Sabemos de sobra que cada cierto número de años aparece un fenómeno de El Niño que produce lluvias excesivas con algunas consecuencias positivas —llenado de represas en la costa, poblamiento de bosques y aparición de pastos—, pero también negativas —destrucción de infraestructura, inundación de terrenos y pérdida de cosechas—. Sin embargo, sobre todo en lugares como la sierra, dicho fenómeno ocasiona sequías que afectan cultivos y ganados. Los friajes y las granizadas, por su lado, afectan la salud de la población, en especial de los niños. Es al mismo tiempo conmovedor e indignante ver imágenes de niños con escaso abrigo y vestidos solamente con ojotas en medio de un paisaje nevado y desolado, en particular en la sierra central y sur. 

 Con la intensificación de estos eventos extremos debido al cambio climático originado por la continua elevación de la temperatura, y su impredictibilidad, los impactos serán aún mayores. Una de las consecuencias posiblemente será, en algún momento, la hambruna en estas poblaciones, por el efecto combinado de la pérdida de cosechas, la falta de ingresos y la destrucción de la infraestructura de transportes. 

 El concepto de gestión del riesgo parece quedar estrecho ante la magnitud de las tareas por hacer, pues no se trata tan solo de informar, capacitar, mantener infraestructura y afinar los preparativos de respuesta a emergencias —todo ello es necesario, sin duda—, sino además, y sobre todo, de cambiar radicalmente nuestra forma de relacionarnos con la naturaleza. 

 Un ejemplo puede ayudarnos a ilustrar el tipo de cambio que es necesario. 

 Cada año se realiza, durante el mes de julio, la carrera ciclística Tour de France (Vuelta a Francia). Durante tres semanas, decenas de ciclistas de distintos países recorren más de 3 000 kilómetros. Dada su fama global, todo el tour es televisado en directo y las cámaras de los helicópteros transmiten la impresionante belleza rural y urbana de Francia. En buena medida, la belleza paisajística rural, que es administrada y mantenida por el Estado y la sociedad francesas, no solo está para el deleite y la felicidad de los pobladores y los visitantes —lo cual es, de por sí, de gran importancia—, sino que tiene fines prácticos que van más allá del turismo. Así, a lo largo de las riberas de la infinidad de ríos que cruzan el país hay densas y frondosas arboledas. 

 La existencia de esos árboles —muchos de ellos añosos— muestra que hay una permanente conciencia de la población y una activa intervención promotora y fiscalizadora del Estado que protegen esta barrera natural para evitar o minimizar los impactos de las inundaciones causadas por los desbordes de los ríos. Ellas expresan una cultura preventiva que orienta conductas permanentes, que los exime de rápidas e improvisadas respuestas ante eventos climáticos que, lejos de ser hechos inesperados, constituyen fenómenos recurrentes. Es un ejemplo del que debemos aprender.





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